Cada ser humano, en su inmensidad y pequeñez, es una llama que brilla con luz propia. El mundo es un mar de fueguitos, cada uno con su historia. Una llama que se transmite entre generaciones. Es inevitable que en ocasiones se agite, resplandezca y queme, del mismo modo en que se deja llevar por una pequeña brisa, enferma o incluso se apaga.