SEEWALD, PETER / FREULER, REGULA
Todos sentimos cierta emoción cuando nos acercamos a un monasterio, independientemente de nuestras creencias religiosas. Nos preguntamos qué esconderán esos gruesos muros y por qué se levantaron; también acerca de las personas que viven tras ellos y si tendrán algo que ver con nosotros. El jardín es una parte esencial de ese recinto cuya atmósfera nos atrapa, no sabemos si por el silencio que se imponen los religiosos o por la naturaleza misma del lugar. Pues, por más que la forma de vida que transcurre en su interior hoy nos parezca una rareza
en vías de extinción, quién no atesora una imagen, por remota que sea, de lo que evoca el jardín: un universo en pequeño, un refugio del mundo, un oasis escondido.
En el caso de los monasterios, el jardín devino, además, un campo de experimentación que impulsó el proceso de civilización en el continente. Sus primeros botánicos fueron los monjes y las monjas que sentaron las bases de la horticultura tal y como la entendemos hoy. Conservaron y desarrollaron los conocimientos del mundo antiguo, introdujeron especies exóticas, cultivaron todo tipo de frutas y verduras, combinaron hierbas para elaborar medicamentos y su rigurosa observación de
los ciclos meteorológicos sirvió para organizar las labores agrícolas y mejorar la productividad de los campos. En suma, a partir el siglo xi, los monjes transformaron el paisaje de Europa, no sólo, pero también desde sus huertos y jardines,
esos locus amoenus que siguen trasladándonos a una edad dorada cuyo secreto residía en una vida sencilla acompasada a las labores del campo y los ritmos de la naturaleza.