Tenía nueve años recién cumplidos cuando confeccioné mi primer cuaderno. Para una cirugía de poca importancia, habían decidido someterme a una anestesia general. En realidad, perder la conciencia me daba pavor. Morir no era la cuestión. La cuestión era dejar de ver. Debía, pues, por todos los medios, mantenerme despierta para contrarrestar el efecto de la anestesia. Así que decidí concentrarme y observar. A partir de entonces, la voluntad de observación nunca me abandonaría. Tampoco los cuadernos, que no sólo fueron una herramienta eficaz sino una forma de saberme. La escritura vino a ser mi manera de reconocerme, pero también ?de eso me daría cuenta más tarde? mi manera de oír lo que me precede. No sería, no obstante, hasta mucho más tarde, al entrar en contacto con ciertas técnicas de Oriente y comprender, en sus textos, su significación y su propósito, cuando entendí que esta escritura mía y la observación que comporta podían convertirse en método para la cuestión que desde siempre me había inquietado. Algo concreto podía ?debía? en efecto observarse, que no era ni el relato de los hechos, ni las reflexio