El final de la guerra fría ha dado al traste, entre otras cosas con los idílicos remansos de paz de Occidente. Desaparecido el angustioso equilibrio de la pax atómica, han surgido docenas de guerras civiles, creándose una situación que nadie esperaba y que nadie sabe cómo va a acabar. Pero no sólo se combate en el Tercer Mundo, en el Este y en los Balcanes: según Enzensberger, la guerra civil molecular ha estallado también en las metrópolis.Cualquier intento de explicar tales conflictos con argumentos tradicionales -lucha de clases, revueltas juveniles, movimientos de liberación nacional- resulta inútil. Desaparecidas las convicciones, las ideologías han quedado reducidas a disfraces intercambiables.El denominador común de todas estas guerras civiles, grandes o pequeñas, es el autismo de la violencia y la tendencia a la autodestrucción, a la locura homicida colectiva.Ante el estallido de una nueva conflagración se invoca más que nunca los derechos humanos. Se nos bombardea con reproches y acusaciones de culpabilidad. Pero el abismo entre los elevados propósitos y los resultados reales es cada vez mayor. No sólo los individuos se sienten impotentes, también lo son los sistemas políticos. El número de perdedores, de «seres superfluos», aumenta vertiginosamente. El problema de las intervenciones también muestra claramente el fracaso de la retórica del universalismo.Quizás haya llegado la hora de despedirnos de nuestras fantasías morales de omnipotencia para concentrar nuestros modestos esfuerzos en aquello que realmente podamos hacer.El autor se adentra de nuevo en un campo de minas moral y político, como lo hiciera con La gran migración (ambas obras podrían considerarse como un díptico de lectura obligada. El resultado no promete ningún consuelo, nada definitivo; a lo sumo ofrece mayor claridad: el pánico sería un lujo que no podemos permitirnos.