Cuando pintaba las fiestas de su pueblo, las vecinas, los niños vestidos de angelitos, las procesiones, los entierrosà destilaba pureza. Tras los años oscuros de una dictadura que monopolizó la cultura y la estética de varias generaciones, Ocaña devolvía a los grandes iconos secuestrados por el franquismo el olor a campo, la luz de amanecer y el sentimiento de hogar que habían sido reconvertidos en dogma, tradicionalismo y precepto.
Desacreditado por sus detractores, y frecuentemente malinterpretado por sus admiradores póstumos, Ocaña encarnó una figura tan compleja como generosa, una personalidad que trazó en su breve recorrido un camino difícil de catalogar por su ausencia absoluta de prejuicios o filiaciones. Un ejercicio de libertad que permitió reinterpretar con luminosidad vitalista las imágenes típicamente descriptivas del repertorio nacional.
«Ocaña quizás fue la última gran locaza andaluza. [à] Una figura anacrónica y contradictoria hoy en día: la mariquita tradicionalista y religiosísima que se pasaba el día pegada a las vírgenes, altares y cirios de los mismos que le condenaban».(Shangay Lil