La nueva casa se le hacía pequeña. Al fin y al cabo, solo disponía de una habitación. Una cama niquelada y su mesilla, un pequeño trinchante a modo de tocador, con cajones y el tradicional espejo, una descalzadora y poco más. A los pies de la cama, junto a la ventana, una mesa camilla, que doña Elvira aceptó cambiar por la máquina de coser, imprescindible para Beatriz. A la cabecera no podía faltar el crucifijo, cuando aún lo sagrado y el día a día se confundían en uno. Era su espacio íntimo y de reposo, como su capilla personal, al terminar cada día la jornada.