No era muy tarde cuando regresó a casa. Allí continuaba la alcoba conyugal, a la derecha. La cama, solo mueble y jergón, conservaba el regusto de las cosas de antes, modeladas con tiento, como las más antiguas catedrales con sus aras sagradas para el culto. Pero ya no guardaba la memoria de las noches de amor, o simple débito. Dos sillas, un viejo arcón; sobre la cómoda el frutero de vidrio y una cesta de mimbre, que tanto le atrajeron desde siempre. Y el espejo ovalado, como una luna informe que alargase las formas del pasado. Abrió el primer cajón. Unos cabos de vela, pañuelos con puntilla, unos bolillos, un frasco, todavía con tinta de escribir, aunque ya seca, y una llave. Nada más.